Toda la calle había quedado ensangrentada de las vidas que
ya se había llevado, toda la ciudad estaba asustada, aterrorizada en sus
casas e incluso algunos se escondían
debajo de alguna mesa o tras las puertas de un armario. Más de veinte coches de
policía rodeaban a una mujer y a una niña que fue usada como rehén. La cara de
la pequeña estaba salpicada de rojo y sus ojos miraban al infinito de un suelo
que reflejaba el color de las manchas de su faz. Estaban sentadas bajo las
ramas de un árbol, sobre una escalera plegable y por encima de sus cabezas
había una cuerda con un nudo que parecía que se llevaría a alguien lejos de
seguir respirando.
La tensión y los nervios salían de la piel de aquellos
oficiales que querían arrestar a aquella señora sin que hubiera más
desconsolaciones envueltas en sangre. Las luces azules y rojas de los vehículos
patrulla se reflejaban en el cuchillo incrustado en el costado de la niña,
sentada sobre el regazo de su secuestradora, mientras la otra miraba a todas
partes con una sonrisa imposible y los ojos más tranquilos que la superficie de
un charco solitario de algún bosque otoñal.
Desde que los policías la habían acorralado, nada ni nadie
se había movido, pues si alguien lo hacía la mujer empezaría a retorcer el
cuchillo dentro de los órganos de la chica, como ya pudieron comprobar al
intentar negociar con ella usando un megáfono. Cada vez que el capitán del
cuerpo lo usaba, los gritos de la criatura te desgarraban los tímpanos cual
clavo rayando un cristal. Excepto la cabeza de aquella demente, todo permanecía
quieto, inamovible esperando a alguna señal de esperanza para la pequeña.
Como una fugaz chispa en una habitación pesadamente oscura,
un hombre atravesó las barricadas que había al principio de la calle sin que
alguno se diera cuenta, se situó entre el árbol y los coches policía, y se fue
acercando poco a poco a los uniformados con una expresión de enajenación que le
arrugaba toda la cara. Los agentes, pasmados, no sabían qué hacer, había un
infiltrado que parecía que no estaba en buenas condiciones mentales en una zona
delicada. La mujer con el mango del cuchillo en una mano y la otra en su
bolsillo del pantalón le gritó al hombre “¡Ahora!” y este se arrancó la ropa
haciendo visible una bomba pegada a su cuerpo. Salió corriendo contra la turba
de policías y sus coches, convirtiéndose en una gran llamarada detonada.
La piel de las féminas bajo el árbol solo quedaron
chamuscadas por la explosión, lo demás se convirtió en cenizas rojas y llamas,
que levitaban sobre los coches, unos cuerpos quemados y césped recién regado.
La mujer se desnudó y usó entonces la cuerda sobre su cabeza para atarse boca
abajo. Fue en ese momento en el que la niña se sacó el cuchillo de su pequeño
cuerpo y empezó a hacerle cortes a la otra en los muslos. Bajó de las escaleras
con el cuchillo todavía en las manos y se puso debajo del chorro de sangre que
derramaba la mujer y se sonrieron mutuamente quedando las dos bañadas en ese
rojo de tonalidad mortal pensando que se habían convertido en nigrománticas
tras este ritual abominable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario