Recogí todas mis cosas de su desorden natural y las guardé
en una caja, una de cartón pintada de polvo. Eran tantas las que tenía para
meter, que tuve que desprenderme de algunas para poder llevar lo necesario en
mi cofre improvisado. Mientras mis recuerdos tomaban vida en aquellos pequeños
objetos que colocaba entre mis dedos, me paseaba por mi pasado jubiloso con una
expresión de nostalgia arrugada.
La reminiscencia de lo olvidado es tan acogedora como un
abrazo invernal. Aquella lluviosa mañana no me despedí de nadie, dejé un cuerpo
caliente en una cama medio fría y pan mojado en la tostadora. Respiré hondo,
mirando a través de la ventana mientras recogía mi caja, y en mis ojos se
reflejó la luz de las nubes grises de una tormenta paciente.
Mis zapatos pisaban con miedo los charcos del camino, como
haciéndome ver que tuviese cuidado de no ahogarme solo. Aun así caminaba
estrecho y firme por la calle. La gente con la que me cruzaba me empezaba a
mirar mal, fatal, horrorosamente asqueados, y me hacían agachar la cabeza, como
si hubiese hecho algo malo, algo contra ellos. Pero no me detuve, hasta que me
golpearon con sus hombros a propósito y me pusieron la zancadilla.
Miré al cielo en busca de un porqué y me cayó una gota en la
frente. No tenía paraguas, no llevaba nada para esto en mi caja, no preparé
bien mi travesía espontánea. Caminé durante un largo trecho hasta una
bifurcación, ¿y ahora qué? Me quedé pasmado barajando las posibilidades, hasta
que me pegaron en la cara por sorpresa. Me levanté y continué pensando en lo
placentero y cómodo que era estar en casa. En lo fácil que era saber dónde
estabas, qué hacías y con quién estabas.
Seguí y seguí, recibiendo palizas a cada paso que daba, y no
podía reaccionar. La neblina de la lluvia me impedía ver y lo único bueno era
que las lágrimas se confundían con las gotas del cielo. No encontraba razones
para haber empezado esta tortura, ni lugares donde poder descansar o sentirme
conforme con mi esfuerzo. Ahora sí me encontraba con la cara rendida en el
suelo, agotado, exhausto, y casi muerto. Con las últimas fuerzas que me
quedaban miré al horizonte, y pude contemplar un paraíso visual que ningún
fotógrafo o escritor hubiera captado o descrito.
Abrí mi caja como último acto de mi cuerpo y pude sentir lo
único que introduje en ella y lo que me permitió llegar hasta ahí. La observé
irse levitando hasta desaparecer en el cielo. Aquello que me llevó tan lejos e
hizo de esto un milagro fue mi…
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