sábado, 16 de mayo de 2015

Amor fraternal

Era un día como otro cualquiera para las calles poco abarrotadas de esta pequeña ciudad. La tranquilidad podría poner nervioso a cualquiera, el aire tenía una sensación de pesadez. Las personas pasaban descoloridas, indiferentes ante la vida y ante los demás, parecían marionetas sin alma que se movían con la mísera energía que desprendían sus cuerpos. Cualquiera diría que era una persona normal, tal vez porque también parecía un muñeco inanimado que se desplazaba, pero él caminaba libre, él corría. Su libertad no era como la que las personas normales piensan que es, su libertad era desesperada, intranquila, agitada…
El sudor resbalaba por su cara y cuello como si hubiera salido de la ducha, estaba asustado, exasperado. Sus ojos no decían otra cosa que socorro. La sangre que salía de sus muñecas se escurría por todos sus antebrazos y manos, y era el único color de la acera, ese rojo vivo que más bien la hacía ver muerta. Cualquiera diría que estaba loco, había chocado con cuatro muros antes de caer rendido y sollozando abrazando a uno de los títeres grises e inexpresivos. “Solo quería morir junto a ti, siempre te quise desde que nacimos, ¿por qué te habías escondido…?” Cualquiera hubiera pensado que estaba loco. Él apartaba el pelo largo de la “chica” y miraba su rostro de plástico. Todo se deformaba, y las lágrimas no ayudaban y cada vez la aplastaba más contra su cuerpo y poco a poco todas sus fuerzas iban atenuándose como la tinta de un papel mojado. Pero esto nunca llegó a ser así, nada de esto existió realmente, todo permaneció como un secreto en la cabeza de este hombre que en verdad era un demente.

En aquel sanatorio se podían contar los mismos espíritus de siempre, pero casi las mismas personas de siempre. Aquel edificio estaba rodeado por la policía y varias ambulancias. Podría parecer que la actividad de ese lugar estaba más acelerada e intranquila, como debería ser, pero no era así. Todos estaban callados y casi quietos. En una de las habitaciones las paredes no eran del todo blancas, la ventana había sido rota y todo parecía un desorden, una explosión, un contraste con lo demás, pero todo estaba quieto y consumido. Yacía un hombre abrazado a una almohada roja de sangre que había decidido abandonar este mundo usando uno de los cristales rotos. Puede que no fuera voluntad suya, porque no estaba cuerdo, pero él ya no podía mover su cuerpo lleno de la libertad que disfrutaba en su imaginación.

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