Entré en la ducha con gafas, me sentía algo raro al
llevarlas puestas en esa situación, pero quería hacerlo. Sensaciones de
indiferencia y vacío dominaban mi mente, y nunca me gustaba cuando pasaba eso,
simplemente me dejé llevar por mi cuerpo. Solía tomar duchas de hasta cuarenta
y cinco minutos únicamente porque me relajaban. Para mí eran mejores que cualquier
té o caricia hipócrita de cualquiera. Miraba como las gotas y chorros de agua
se deslizaban por los cristales de mis anteojos y, cabizbajo, veía su fluir. Me daba la sensación de que
lloraba pero no estaba triste, ya que ya había visto mis gafas encharcadas de
mí. Mientras me distraía con el agua pensaba en mis pesares y, la ansiedad y la
angustia se apoderaron de mi alma.
Finalmente adopté el disfraz que me había puesto y las lágrimas
brotaron de mis ojos. Ya no necesitaba las gafas para verme afligido porque ya lo
estaba y me sentía idiota. Siempre lo fui: inservible, iluso, patético… Con
esas palabras yo mismo me abusaba y me hacía más y más daño. Empecé a
enjabonarme sin gana alguna, pero me aliviaba… Alguien que me acariciaba de
verdad, una muestra de amor propio que me hizo levantar algo de cabeza. Pero
volví para atrás, no pude salir de la desesperación y el llanto ahogado de mi sentencia
suicida. Me sentí tan reducido e insignificante que solo pude caer de rodillas
y sujetarme la cara con las manos. Me lo merezco, me lo merezco todo y no sé
exactamente porqué. Solo suplicaba a mis adentros ayuda, que me socorrieran,
que me sacaran del pozo en el que yo mismo me había tirado, pero la ayuda nunca
vino y tuve que conformarme con llorar solo y esperar a que las lágrimas
arrastraran la suciedad de mi interior afuera de mi mente enferma.
Cuando salí mojado y desnudo dejé de pensar. Solo me acuerdo
que me sacaron de mi casa y mi mente pensó que seguíamos en la ducha, porque
afuera empezó a llover y sentía las gotas resbalar por mis mejillas como rocío
frío al amanecer.
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