Cómo nos abandonaste, cómo te fuiste sin yo notarlo si
quiera, cómo encontré el origen de mi vida hecho una bola en el suelo
lamentándose por tu pérdida. Pequeños detalles que te hacían grande, y
diminutos fueron los que hicieron de esta unión un desarraigo de felicidad. Una
sola llamada telefónica bastó para que aquella noche fuera única, un solo
párrafo demoledor de sentidos que destrozó mi sonrisa una semana.
Madre, no viví tanto con él como lo hiciste tú, pero lo
conocía bien. No estoy ciego, pude verte
caer y agarrarte con una sola mano de un acantilado tan profundo como lo era la
mirada de aquel hombre. Vi cómo tus esperanzas de ser se volvían menos nítidas,
no tenías claro nada desde que te quitaron al rey de tu ajedrez. Fui yo el que
amortiguó el pesar de tus ojos, pero también lo hacía la comida que me dabas.
No sabes lo desgarrador que es que lloren sobre tu vianda, que uno de los
ingredientes de tu almuerzo sea veneno del caro, de ese que solo te mata por
dentro.
Ahora estas tranquila, tu reina está aquí y tu sonrisa ocupa
toda mi habitación. No sé si lo has superado, sé que todo esto quedará grabado
en tu oído, porque ni si quiera fuiste testigo de todo tu sufrimiento. Aunque
todo haya pasado, todavía quedo yo, y espero que aunque no estés, puedas
caminar a lo largo de la Avenida de los Sueños Rotos junto a mí, agarrada de la
mano de tu monarca.
El peligro de quedarse solo es mayor cuando solo la muerte
es la que acaricia tu pelo en las noches, cuando no puedes hacer otra cosa que
plañir porque no ves a nadie a tu alrededor. El desamparo de tu única luz te
deja invidente ante el vasto mundo que nos rodea. Y es por eso por lo que
permaneceré a tu lado, y tú al mío por siempre, a pesar de que no vivamos para
contarlo.
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