Había descubierto una forma de largarme, de viajar lejos y sentir
la brisa perfumada de un césped limpio y verde. Mi hermana había conseguido una
flauta en la basura y me la dio como regalo, sinceramente me daba igual de
dónde la había sacado. La tomé y amagué tocarla hasta que soplé con seguridad
su boquilla y puse mis dedos sobre los agujeros. De la flauta comenzó a salir
una melodía suave y al principio arrítmica, pero con cada compás que creaba de
dentro de mi ser, las notas se pegaban más y formaban palabras, sentimientos
hasta incluso recuerdos. Cuando escuchamos lo que podía hacer con el
instrumento nos sorprendimos. Vinieron mariposas, hormigas, gatos
callejeros... escuchando el sonido de
mis pulmones.
No me sentía yo mismo, porque había descubierto que ni me conocía
del todo. Pero no sabía ni qué pensar, solo sentía como daba rienda suelta a
cada nota y con cada armonía mis pies levitaban del suelo y me transportaban a
algo parecido a mi infancia perdida. Cerraba los ojos y saboreaba cada sonido,
le daba colores y hasta un olor distinto. Aquel día sonreí por primera vez
desde hacía años... me sentía tan feliz... Pude volver a ver a mi mejor amigo y
dejar de sentirme solo a pesar de estar acompañado. Se lo agradecí a mi hermana
y le intenté dedicar varias canciones, pero solo salían las mismas notas cuando
estaba ella.
“¿Y si
le doy más instrumentos?” debió de pensar, porque algún que otro día me
sorprendió obsequiándome con un laúd, una armónica, incluso… un violín. Los
debía de haber robado todos, pues no me explicaba de dónde los sacaba. Aun así,
no podía tocarle canciones diferentes, y eso me frustraba y me extrañaba
bastante. Entre todos aquellos presentes, era el violín el que destacaba sobre
los demás pues era el más sucio, astillado y hecho polvo. Me daba pena su
estado, pues parecía un instrumento magnífico y delicado.
Sentía
que me llamaba, que en el hueco de su cuerpo había dolor. “Hazme hablar” me
dijo, cogí el arco y lo afiné a oído. Un Sol limpio luego un Re y a partir de esas
dos simples notas fui espectador y oyente de una desgarradora melodía tocada
por el alma de mi instrumento y ejecutada por mis dedos. Me estaba comunicando
sentimientos, poemas trágicos y taciturnos, una vida desoladora y llena de
angustias. Un violín que no podía gritar cuando sufría ni llorar cuando lo
dejaban solo.
La gente
de la calle se detuvo, mirándome completamente pasmados. La avenida dejó el
bullicio para entrar en un limbo entre la incertidumbre y la pesadez de una
canción que les había destrozado el alma. Todos a los que pude ver cayeron al
suelo o se tapaban la cara de vergüenza al contemplar lágrimas fugaces en sus
ojos. Mi pecho se contrajo tanto que no sentía ni mis latidos, un agujero negro
me aspiró las entrañas y trajo a mis huesos un temblor de pura miseria ajena. Aquel
violín tenía vida y me agradeció el liberarlo de su mudez, de la oscuridad sin
música que vivió a su alrededor.
Lo
abracé y caminé hasta el horizonte, mi hermana en una mano y mi nuevo amigo en
otra, para transmitirle al mundo un cuento en el que todos sufrimos, pero que
al final encontramos a alguien con quien poder cantar sin miedo a llorar.
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